PERIGRINACIÓN
A UN SANTUARIO DEL FUTBOL
Por Desson Howe
Manchester
rutilaba en la penumbra cuado el avión aterrizó. Por
fin había llegado yo a esta ciudad del norte de Inglaterra,
la lluviosa Camelot, con la cual soñaba desde hacía
más de 30 años. Acababa de cumplir 42.
Me
enamoré de Manchester a finales de los años 60, cuando
estudiaba en un internado en Surrey, a más de 320 kilómetros
al sur. ¿Por qué me fascinaba una ciudad industrial
que jamás había visitado? La razón era sencilla:
alli estaba la sede del Manchester United, el equipo de futbol más
famoso del planeta.
Como
muchos otros niños, era yo fanático de este deporte
desde que Inglaterra ganó la Copa Mundial en 1966, año
en que cumplí ocho. Dos años después, también
en Wembley, el Manchester venció al club portugués
Benfica en la final de la Copa Europea, primera vez que un equipo
inglés ganaba ese título. Fue el inicio de mi idilio
con los "Diablos Rojos". Era un colegial solitario que
necesitaba identificarse con algo, y elegí al Manchester.
En
la escuela, había que cumplir reglas desde el alba hasta
que apagaban las luces. El futbol se convirtió en mi único
solaz. Teníamos media hora de recreo después del almuerzo
y otra media hora al final de la merienda. Nos quitábamos
las chaquetas para señalar las porterías y jugábamos
hasta que sonaba la campana o hasta que oscurecía. En esos
partidos yo era George Best, el joven y melenudo irlandés
del Manchester que se había vuelto el ídolo de los
aficionado ingleses. Para mí, no había nadie como
él.
Además
de jugarlo, el futbol ocupaba mi mente todo el tiempo. Los sábados
por la noche, en cuanto apagaban las luces, me escabullía
a la planta baja a ver la repetición nocturna del "El
partido del día", que transmitía la cadena BBC.
A
principios de los años 70, mi familia emigró a Estados
Unidos. Lo hice en 1975 e ingresé en la Universidad Americana,
en Washington, D.C. En ese entonces, el futbol soccer no era muy
popular en este país. Me sentía como un cristiano
en la antigua Roma.
Estar
al tanto del futbol inglés era casi imposible. La televisión
transmitía sólo beisbol, basquetbol, futbol americano
y hockey sobre hielo, así que me contentaba con las noticias
que recibía de mis ex condiscípulos o que leía
en diarios ingleses.
A
fines de esa década , muchos afamados futbolistas en declive,
entre ellos George Best, se incorporaron a la naciente Liga Estadounidense
de Futbol Soccer (LEFS). Vi jugar a mi ídolo una vez. Aunque
por momentos mostró la maestría de antaño,
era evidente que habían pasado sus mejores tiempos. Salí
cadizbajo del estadio.
Durante
los años 80, cuando la LEFS entró en crisis, mi viajes
a Inglaterra se redujeron y espaciaron. Me perdí más
de un decenio de temporadas del Manchester.
A
comienzos de los 90, en algunos bares de la zona de Washington se
podían ver partidos de futbol transmitidos en vivo desde
Inglaterra. Desde entonces, he visto casi todos los encuentros de
mi equipo.
Ataviado
con el pañuelo, la gorra y la camiseta del Manchester, me
siento a ver el partido de la semana y espero lleno de ansia el
glorioso momento en que mi equipo anota. Cuando cae el gol, salto
hasta el techo y me imagino los gritos jubilosos del graderío
de Old Trafford, el estadio del Manchester.
Me
siento feliz por haber visto los logros de mi equipo en los últimos
diez años. Ha gando la liga inglesa seis veces en ochos años;
en 1994 obtuvo el campeonato de liga y la Copa de la Asociación
de Futbol, y en la temporada de 1998-1999, la mejor que ha tenido
el club, no sólo ganó la Liga y la Copa, sino que
fue otra vez campeón de Europa.
Hice
luego un gran hallazgo: el club estadounidense de seguidores del
Manchester, con sede en Long Island. Lo había fundaddo Peter
Holland , de 45 años, quien emigró de Manchester en
1977 para trabajar y jugar al futbol semiprofesional en Nueva York.
El
club cuenta con 1500 miembros y organiza hasta cuarto viajes en
grupo por año a Manchester. En marzo de 2000 me inscribí
en uno de estos viajes. Tras 25 años de residir en Estados
Unidos, estaba a punto de aterrizar en Camelot.
Teníamos
entradas para dos partidos, uno el miércoles por la noche,
contra el equipo francés Girodins de Burdeos, y el otro el
sábado por la mañana, contra el Liverpool, nuestro
acérrimo rival.
Al
recorrer los pasillos del aeropuerto me sentía extasiado:
faltaban unas cuantas horas para entrar al estadio de Old Trafford.
Iba a sentarme junto con más de 60.000 aficionados a ver
a David Beckham, Roy Keane, Ryan Giggs y otra figuras de la nueva
generación.
La
noche del miércoles, cuado nos reunimos fuera del hotel para
ir al estadio, hacía frio. Yo llevaba puesta una chaqueta
roja, la camiseta del Manchester y, anudado al cuello, el pañuelo
del equipo.
Para
un fanático del futbol, elegir la ropa es un rito complicado,
o más bien supersticioso. Cuado me ponía esa camiseta
en Estados Unidos, mi equipo casi siempre ganaba. Y el pañuelo
anudado había sido una amuleto aún mejor. Sin embargo,
al recordadr que había usado ambas prendas una noche infausta
en que el Manchester perdió frente al equipo alemán
Borussia Dortmund, me pregunté si no sería de mal
agüero repetir la combinación.
Me
pareció un disparate y decidí ir al estadio con esas
prendas. No había viajado desde tan lejos para no vestir
de rojo.
Cuando
llegamos a Old Trafford, el estadio resplandecía como una
catedral. Nos zambullimos en un tumultuoso mar de camisetas, gorras
de lana y pañuelos rojos.
Observé
a los aficionados de mayor edad, los que habían asistido
a este estadio durante casi toda su existencia. ¡Que felicidad,
pensé, tener entradas de por vida para los partidos en casa!
Durante aquel glorioso recorrido experimenté toda la gama
de emociones que se habían desbordado en este sitio. Por
fin se estaba cumpliendo mi sueño.
Jamás
voy a olvidar el número del asiento que ocupé: nivel
2, sección E331, fila 17, asiento 156, La magnífica
cancha relucía bajo los reflectores cuando los equipos aparecieron
en el terreno de juego en medio de una fuerte ovación. Y
allí estaba yo, fascinado, coreando con los demás
"¡Uni-ted! ¡Uni-ted!"
Sonó el silbato y el partido empezó. Era impactante
ver a jugadores como Giggs correr por la banda y hacer sufrir a
los defensas franceses, y como Beckham, cuyos pases se curvaban
majestuosamente en el aire.
En
el minuto 40 éste lazó uno de esos pases al área
chica del Girondins. Hubo una rebatiña frente al marco y,
segundos después, Giggs estaba celebrando eufóricamente.
Sentí como si una ola me levantara cuando la multitud coreó
el gol.
Los
seguidores del Girondins al parecer se sabían un solo cántico,
que repitieron durante todo el partido al ritmo de tambores. En
cambio, los del Manchester entonábamos tantos que casi me
sentí avergonzado por los visitantes.
Mi
equipo ganó por dos a cero, y nos lanzamos a las calles en
tropel cantando y agitando banderines, flanqueados por los sonrientes
policías locales.
Había
prometido visitar a unos amigos que vivían en el sur, así
que tuve que viajar más de 320 kilómetros la mañana
del sábado para asistir al otro partido del Manchester, programado
a las 11:30.
Me reuní con mi grupo justo a tiempo para el encuentro. Esta
vez nos sentamos muy cerca de la cancha. A nuestra derecha , los
seguidores del Liverpool entonaban burlas e insultos y saludaban
su equipo con su himno: "Jamas caminarán solos".
Pero apenas ocupaban un rincón del estadio, y los fieles
del Manchester apagaban con facilidad sus gritos.
"¡Ya
no son ni la sombra de lo que eran!", cantaban estos últimos,
refiriéndose a la época dorada del Liverpool, entre
1973 y 1990, cuando ganó 11 campeonatos nacionales y seis
finales europeas.
"¿Quién caramba son ustedes?", respondían
cantando los fanáticos del equipo visitante.
"¡Los campeones!"
Hacia el final del juego, Michael Owen, el joven goleador del Liverpool,
burló la defensa y enfiló hacia la meta rival. El
portero, Raimond van der Gouw, salió para achicar el ángulo,
y con horror vimos a Owen soltar el disparo.... Por unos milímetros
no cayó el gol, y el graderío dio un enorme suspiro
de alivio.
Al oírse el silbatazo final, el marcador estaba uno a uno.
No nací en Manchester, pero pertenezco a esta ciudad en un
sentido muy especial. Siempre que vemos un partido, en Old Trafford
o en cualquier estadio, celebramos el vigor de la juventud, los
dones de Dios y la esperanza de que sea el mejor encuentro que jamás
hayamos visto. Y sé que , muy pronto, estaré de vuelta
en Old Trafford, mi segundo hogar.
Publicado en la revista Selecciones, Abril 2001.
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